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En un principio...

Y dijo [...]: Sea la luz; y fue la luz.

En un principio no había nada. Y después hubo algo, si acaso solo la palabra suspendida en el infinito. Luz. 

Bastan en el idioma español tres letras en un orden particular, para que en la mente se dibuje alguna manifestación de eso que conocemos como la luz. Un rayo entrando por la ventana en una habitación a oscuras, la luna llena, un faro al que nos acercamos en la noche. 

La palabra. Solo es necesaria ella y su enunciación para que deje de haber “nada”. (Aunque seguramente habrá quien en este punto quiera discutir si la “nada” también es algo).

La luz, esta particular manifestación del universo, es algo con lo que estamos familiarizados literalmente desde la primera vez que abrimos los ojos, que para eso mismo están ahí: para percibirla. 

Sin embargo, cuando por primera vez abrimos los ojos y percibimos esa forma particular de ondas electromagnéticas que estimulan nuestra retina, no la llamamos luz. No hay para nosotros en esos tempranos momentos de presencia en el mundo siquiera un idioma en nuestra mente con el que podemos llamarla “luz” o cualquier otra cosa. Y, sin embargo, la vemos.

Entonces podríamos preguntarnos: ¿Qué es primero: la palabra o el objeto? El hacerse esa pregunta puede parecer en el primer instante completamente superfluo, pero si nos tomamos un momento más para asimilarla nos puede invitar a derivar toda una serie de posibles respuestas.

Y vio que la luz era buena; y separó la luz de las tinieblas.

¿Alguna vez has visto con tus ojos un átomo? Quizá entonces, un dinosaurio. O un dragón. Y sin embargo ahí están ahora en tu mente, haciendo lo que sea que un dinosaurio o un dragón hagan mejor. Podría uno decirse, como explicación, que los hemos visto más de una vez en películas o en dibujos y es por eso que las palabras ya tienen dueño y que este se puede manifestar como una imagen en la cabeza. Entonces el objeto es primero.

Quienes hayan dedicado su vida a las llamadas “ciencias exactas” pueden ser los primeros en decir con cierto aire de definitividad: es primero el objeto y no la palabra. Este existe y nosotros sólo buscamos describirlo tal como describimos el mundo: con palabras, y mejor aún con ecuaciones, leyes y principios que escribimos con álgebra y buen latín. En caso de ser posible, sería mejor aún diseñar un experimento y comprobarlo. El universo está ahí y nuestra tarea es describirlo. 

Habrá por otro lado quienes crean tal vez que la experimentación es una actividad de quienes no tienen los medios para llegar a las conclusiones de una manera más elegante. Aceptarán las cuestiones de descubrimiento como un ejercicio filosófico en principio, cuyas implicaciones más valiosas vienen del ejercicio mental por resolver el dilema a través de razonamiento puro.

No es el objetivo de este texto discutir las ventajas y desventajas de cada enfoque, sino acaso hacer que algo potencialmente inquietante: que podemos pensar en objetos y situaciones más allá de aquello que en principio consideramos real; muestra la posibilidad de que dos objetos estén juntos en la misma oración que no pudieran estarlo en un espacio físico de nuestro universo.

Alumbra la inquietante idea de que el lenguaje sea más grande que el universo.

Y llamó a la luz Día, y a las tinieblas llamó Noche. 

De pie en medio de la inmensidad de la creación es difícil orientarse. Entonces comenzamos desde el primer momento a esbozar un mapa que describa los contornos de nuestro alrededor. Primero describimos objetos, generamos conceptos a partir de lo que tenemos más cerca, de lo que podemos experimentar con nuestros sentidos y nos vamos extendiendo. Los organizamos y observamos patrones; al describir patrones creamos posibles reglas.

La experiencia nos deja asimilar conceptos y el lenguaje nos permite nombrarlos y compartirlos. Dicho de otra forma, dar nombres a las cosas las hace familiares, las incluye en nuestro mundo. El ser capaz de enunciar algo y explicarlo suele significar que lo hemos comprendido en un grado suficiente. 

Poner nombres a las cosas implica definir qué son… Y por consecuencia también qué no son. Y es así que la noche y la mañana existen como caras complementarias de una moneda. Podemos definir de numerosas formas cuándo comienza y termina el día, para después decir: todo lo demás será la noche. 

“Para cada cosa un nombre” simplemente es un principio que indica nuestra capacidad de capturar en un concepto claramente definido una porción de la existencia… Aunque esta esté solo en nuestra mente.

Entonces ¿qué pasa con aquello que podemos explicar, definir con suficiencia y sin embargo no hemos jamás visto? 

Y fue la tarde y la mañana un día.

Lo real y lo imaginario son cosas diferentes pero complementarias, y ambas pueden ser nombradas, separadas, o en la misma oración, luego comunicadas y discutidas. 

Cuando nos limitamos a pensar que solo lo que podemos ver y medir ‘existe’, estamos adaptando una visión materialista que hoy predomina en muchos de los ámbitos más íntimos de nuestras sociedades. En estas ya no hay espacio para lo que antes se percibía como sagrado y hemos reducido nuestro entorno a un espacio simple de cosas tangibles. Habiéndonos autoexiliado a este universo de lo puramente material, quizá nos estemos haciendo prisioneros del presente.

Y puede ser que las palabras y los conceptos sean objetos de otra naturaleza. Una palabra adquiere un valor preciso solo al convivir con el mundo real. Al escoger un conjunto de palabras y aplicarlas a una situación, estamos delimitando un particular universo. Uno de tantos posibles.

Pudiésemos proponer que la realidad solo es evidente y contundente al tenerla frente a nosotros y las palabras tienen que encontrar su lugar en la mente de cada uno que las escucha y se forma con ellas un mundo interior. Entonces se torna más importante el encontrar un marco común de referencia que nos permita compartir esos nuevos y muchas veces muy personales universos de palabras.

Pero esa, es palabrería para otra ocasión… 

Tanto que hablamos de entender o ser entendidos. Tanto que preguntamos y decimos, para al final quedarnos sin palabras que describan lo que realmente sentimos.

 
 
 

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